[size=5][font=Trebuchet MS, Trebuchet, Verdana, sans-serif]Carta a María sobre mi regreso a Venezuela
[[font=Trebuchet MS, Trebuchet, Verdana, sans-serif]Estas líneas se las escribí a María, una amiga que me preguntó por qué decidí regresar a Venezuela y quise compartirla con ustedes.
[[font=Trebuchet MS, Trebuchet, Verdana, sans-serif]¿Por qué me regresé a Venezuela, en este momento, luego de terminar un postgrado en Harvard, teniendo visa y ofertas de trabajo para quedarme en Estados Unidos?
Como tú, muchos me han hecho esa pregunta. Eso fue lo que me impulsó a escribir estas líneas.
Cuando decidí estudiar el postgrado de políticas públicas, hace dos años, varias personas me lo cuestionaron. ¿Cómo me iba a ir a estudiar luego de más de seis años de activismo social y político? Algunos opinaron que era estúpido: si venía del movimiento estudiantil, de impulsar Voto Joven y de coordinar a todos los jóvenes de la campaña presidencial de Capriles, ¿por qué no aspirar de inmediato a cargos de elección popular?
De igual forma, muchos han cuestionado mi regreso: ¿No te das cuenta de lo difícil que es ser joven, o incluso ser persona, hoy en Venezuela? ¿Por qué no esperar a que todo mejore? Algunos asumen que volví porque soy candidato a algo, pero se equivocan.
Esta decisión resultó de una reflexión sobre quién soy, qué quiero hacer y por qué. Las siguientes tres experiencias me revelaron (y, espero, te revelen) mi respuesta.
[[font=Trebuchet MS, Trebuchet, Verdana, sans-serif]I.
Octubre de 2006. Tenía 17 años y estaba en mis primeras semanas como universitario. Al salir ese día, atendí una llamada con la noticia que nadie nunca quiere recibir: mi hermana acababa de ser víctima de un secuestro exprés. Estaba en una farmacia, y al salir le pusieron una pistola en la cabeza. A mi hermana Patricia le pusieron una pistola en la cabeza. Imaginarme el frío del cañón contra su piel y los gritos de los secuestradores es algo que todavía hoy me estremece. La obligaron a entrar en su carro y empezaron el ruleteo. Era una situación surreal. El camino de la universidad a mi casa parecía eterno.
Poco después recibimos la noticia que habían liberado a Patricia. Cuando llegó de regreso a la casa fue un momento muy emotivo. Los secuestradores habían visto sus instrumentos como estudiante de medicina y habían decidido liberarla ya que, según le dijeron, “cuando nos caen a tiros, ustedes nos salvan la vida en los hospitales”. Se robaron el carro, pero eso era lo de menos. Mi hermana estaba bien—eso era lo único que importaba.
Después de la impotencia que generan estas experiencias, tuve un momento de reflexión. Patricia me dijo que quienes la habían secuestrado eran unos chamos, como de mi edad. Hablaban entre ellos de los secuestros y asesinatos que habían cometido. Eso me impactó. Me pregunté por qué había jóvenes de mi edad, de mi ciudad, que hacían ese tipo de daño. ¿Porqué ellos y no yo? ¿Qué nos diferenciaba?
Yo había tenido una estructura familiar que me había criado con ciertos valores. Es probable que ellos no. Nosotros, como sociedad, les habíamos fallado. No tuvieron la suerte de contar con una familia que los apoyara, y nadie estuvo ahí para salvarlos de esa vida. Y ahora, ellos nos estaban fallando a todos, haciendo lo que hacían. Algo en mí me hacía pensar que había una responsabilidad compartida.
Las circunstancias me obligaron a decidir: convencer a mi familia de que nos desligáramos del país, o comprometerme a trabajar para que eso que nos pasó, algún día no sucediera más.
Yo decidí comprometerme.
[[font=Trebuchet MS, Trebuchet, Verdana, sans-serif]II.
Enero de 2013. Todavía me costaba digerir la derrota que habíamos sufrido en la elección presidencial de octubre. En lo personal, significaba mi mayor fracaso. Como coordinador de los jóvenes de la campaña ¿qué pude haber hecho diferente para contribuir más?
Me encontraba con Justo, quien fue el primer líder comunitario con el que había desarrollado una amistad en la Vega. Él sabía que nosotros adversábamos al gobierno; nosotros sabíamos que él lo apoyaba. Sin embargo, trabajábamos juntos por la comunidad, sin mezclar lo social con lo partidista. Esas diferencias tampoco afectaban nuestra amistad.
Hablábamos ese día de organizar un evento deportivo. Noté que estaba desanimado y le pregunte por qué. Me contó lo frustrado que se sentía con su labor comunitaria. ¡Yo me sentía igual con la mía! Me preocupaba que en las visitas a pueblos tan distantes como Isla Ratón, Pariaguán o El Amparo expresiones como “todo eso es mentira”, “ustedes no serán mentirosos ahorita porque son jóvenes, pero si siguen en política lo serán”, eran comunes.
Eso me hizo reflexionar sobre la diferencia entre la identidad de una persona y los roles que puede jugar en la sociedad. Justo es un servidor a los demás. Eso lo define. Esa identidad se puede expresar en distintos roles. Un rol puede ser la organización comunitaria, pero también en la educación o en la política, por ejemplo. Yo comparto esa misma identidad. Somos personas que nos preocupamos por los demás, queremos servir a los demás. Eso le da sentido a nuestras vidas.
Me hizo reflexionar también sobre la integridad. En Venezuela hemos sufrido del llamado “mimetismo batesiano”. Un ejemplo de esto lo encontramos en una culebra jardinera (la real escarlata) que se ve igualita que una culebra venenosa (la coral), pero no tiene veneno. Es decir, la culebra jardinera parece lo que no es. Se disfraza para confundir. Nos ha pasado mucho—hemos tenido gente que parecen ser políticos, empresarios, jueces, policías o militares pero en realidad no lo son. Son corruptos que dañan la imagen de esos roles.